miércoles, 14 de diciembre de 2011

TRES MUJERES EN EL CAMINO DE JESÚS

J E S Ú S   Y   L A S   M U J E R E S
Artículos - Dolores  Aleixandre





CONTENIDO

·         Jesús y la mujer siro-fenicia

·         Tres miradas sobre María

·         Contactar con Dios







JESÚS  Y  LA  MUJER  SIRO - FENICIA
Una historia desde la frontera - (Mc 7,24-30) [1]





Me llamo Eunice, que en griego significa “buena victoria”, aunque mi primer nombre no fue éste. Mi madre empezó a llamarme así hace ya muchos años, cuando yo aún era una niña y vivía con ella, ya viuda, en Tiro, la ciudad siro-fenicia donde había nacido y en la que yo también nací y me crié hace más de 40años. Ahora vivo en Antioquía y, cuando oigo a mi esposo Jonatán ponderar tanto esta ciudad, no puedo evitar sonreír en mi interior al compararla con Tiro, “princesa de los puertos y corazón del mar...”[1][2], “la ciudad que regalaba coronas, cuyos comerciantes eran príncipes y sus mercaderes grandes de la tierra”.[2][3]

Jonatán, aunque intenta que no me dé cuenta, no consigue borrar de su memoria las palabras de Moisés a propósito de los cananeos: “Cuando el Señor tu Dios entregue en tu poder a esos siete pueblos más numerosos y fuertes que tú: hititas, guirgasitas, amorreos, cananeos, fereceos, heveos y jebuseos,no pactarás con ellos ni les tendrás piedad...” [3][4]

Sin embargo, mi condición pagana no fue un impedimento para pedirme que me casara con él. Nos conocimos un día en que el patrón de la casa en que yo servía, comerciante de púrpura como él, le invitó a cenar para celebrar un buen negocio que acababan de hacer con otro mercader de Chipre. Recuerdo que, mientras yo atendía a la mesa, le escuché contar con naturalidad que, aunque judío de origen, había abrazado el cristianismo. Añadió que debía su fe en Jesús el Mesías a unos predicadores itinerantes que llegaron Antioquía cuando en Jerusalén comenzaron a perseguir a los seguidores del Camino.[4][5]

Mientras le servía el vino, debió notar que mi mano temblaba al oírle hablar de Jesús, porque me di cuenta de que el resto de la cena no dejó de observarme con disimulo; al día siguiente me esperó en el mercado y se dirigió a mí como si me conociera de toda la vida. Me preguntó si yo había oído hablar de Jesús, pero aquel día sólo le contesté escuetamente que de pequeña estuve enferma y me curé gracias a él. Aún no me sentía capaz de contarle toda la verdad y él, aunque quizá intuyó que le ocultaba algo, no me preguntó más.

Antes de casarnos me propuso que recibiera el bautismo, y así lo hice en la vigilia de Pascua, rodeada de los miembros de la comunidad de Antioquía a la que él pertenecía.

En seguida me di cuenta de que en ella había dos grupos con marcadas diferencias: el de los judíos que llevaban ya tiempo fuera de Palestina, mucho más tolerantes y abiertos (mi esposo era uno de ellos), y otro, menos numeroso pero muy influyente, de los recién llegados a Antioquía que habían recibido el bautismo en Jerusalén, y se mostraban enormemente reacios a sentarse a la mesa con los de origen pagano. Les escandalizaba sentirnos ajenos al templo y a la ley, que para ellos estaban cargados de significado; no ocultaban su simpatía por Santiago y se mostraban visiblemente reticentes ante la decisión de Pablo de no imponer la circuncisión porque eso, decían, socavaba la identidad judía desde sus raíces. [5][6]

Jonatán los disculpaba con benevolencia, quizá porque también él provenía de medios fariseos, aunque llevaba ya mucho tiempo alejado de las polémicas que, años antes, habían convertido a Jerusalén en un hervidero de conflictos.[6][7]

Un día, durante la reunión para la fracción del Pan, uno de ellos me preguntó si yo recitaba el Shema por la mañana y por la tarde. Ante mi negativa, comentó a media voz lo acertados que estaban los judíos al no aceptar a los de mi pueblo como prosélitos. Mi esposo salió en mi defensa y dejó caer que algunos escribas admitían excepcionalmente que lo hubiera sido Rahab la cananea, pero eso les irritó aún más y citaron a Isaías:

“Al cabo de setenta años aplicarán a Tiro la copla de la ramera:

Toma la cítara,

recorre la ciudad, ramera olvidada,

acompaña con tiento;

canta muchas coplas

a ver si se acuerdan de ti...”[7][8]

La situación estaba tan tensa que tuvo que terciar uno de los más moderados de la comunidad, recordando que Pedro había acogido a los enviados del centurión Cornelio y se había alojado después él mismo en su casa. Y que hasta había dicho: “Está prohibido a cualquier judío juntarse o visitar a personas de otra raza, pero a mí Dios me ha enseñado a no considerar pagano o impuro a ningún hombre”.[8][9]

No les convenció, sino que su postura se agrió aún más y, antes de separarnos, uno de ellos que ya nunca volvió a la comunidad, dijo a mi esposo en tono de burla: “-¡Eh, Jonatán!, te recomiendo que le enseñes a esa cananea que vive contigo lo que dice el Levítico sobre la impureza de las mujeres...” La sola palabra “impureza”[9][10] me estremeció, porque pensé si estaría enterado de lo que yo tan celosamente trataba de ocultar. Sabía que los judíos, al hablar de endemoniados, solían decir: “Está poseído por un espíritu impuro”, y volcaban todo su desprecio en esa palabra que reflejaba para ellos un estado de indignidad, inmundicia y degradación difíciles de comprender para nosotros.

Volví deshecha a nuestra casa, tardé mucho en volver a incorporarme a la comunidad y sólo la insistencia paciente de mi esposo fue capaz de persuadirme. El día en que volví, nos visitaba Marcos, pariente de Bernabé y compañero en algún viaje de Pablo y Pedro. Todos conocíamos su simpatía por los cristianos provenientes de la gentilidad y se decía que estaba componiendo una colección de hechos y dichos de Jesús. Uno de los del grupo de judaizantes se puso a contar, seguramente con intención de recordar lo que pensaban de los gentiles, que Rabbi Aqiba había puesto a sus dos perros los nombres romanos de Rufus y Rufina, y también que Rabi Eliezer solía decir: El que come con un idólatra se asemeja al que come con un perro”. [10][11]

La mención de los perros me arrastró como un huracán hasta el recuerdo de lo que tantas veces me había contado mi madre y que nunca me atreví a repetir, y comprendí que tenía que vencer mi miedo de una vez para siempre. Tomé la palabra y, con sorpresa de todos, acostumbrados a mi habitual silencio, me dirigí a Marcos: “- Si vas a escribir sobre Jesús, quiero contarte algo que quizá te interese saber de él: de pequeña estuve poseída por un demonio y, aunque sólo guardo recuerdos confusos, mi madre me habló muchas veces de aquellos terribles momentos en los que asistía impotente y espantada a la transformación de mi cuerpo, zarandeado por terribles convulsiones e inundado de sudor, mientras emitía gruñidos estremecedores y echaba espuma por la boca. Ella entonces agarraba mi mano y se mantenía a mi lado, envuelta en un torbellino de angustia y terror, hasta que cesaban los espasmos y yo volvía en mí, ajena a lo ocurrido y tan pálida como si la vida me hubiera abandonado definitivamente.

Fue después de una de aquellas crisis cuando oyó decir que un tal Jesús, de cuyos poderes de sanación corrían muchos rumores, había cruzado la frontera que separa Fenicia de Galilea. Entonces se decidió a ir a buscarle para suplicarle que expulsara de mí al demonio. “- Y como lo conseguí, solía contarme sonriendo, te he puesto el nombre de Eunice”,y seguía una narración que yo nunca me cansaba de escuchar: “- Él estaba en una casa de las afueras de Tiro y, al parecer, intentaba pasar inadvertido. Dudé mucho antes de franquear el umbral de la puerta, porque temía molestarle y que eso jugara en contra mía, pero tú estabas enferma, hija, y eso me daba fuerza para atreverme a vencer cualquier barrera. Me eché a sus pies instintivamente, procurando no rozarle, consciente del rechazo que los judíos sienten por nosotros, y le dije entre sollozos: "Mi hijita tiene un demonio, te suplico que lo expulses de ella..." No me atrevía a levantar los ojos hacia él cuando le oí decirme lo que en el fondo estaba temiendo: que el pan es para los hijos y que son ellos los que tienen que saciarse primero, antes de echárselo a los perritos. Pensé con desesperación que mis palabras se habían estrellado contra el muro infranqueable que se erigía entre aquel judío y yo, pero ni siquiera aquello me hería ni humillaba, porque el recuerdo de tu dolor se imponía a cualquier otro sentimiento. Me enderecé lentamente y me dispuse a luchar con él, a ablandar su dureza y a derretir aquel muro a fuerza de lágrimas. Pero cuando mis ojos se cruzaron con los suyos me di cuenta, como un relámpago, de que el tono con que había nombrado a los "perritos" revelaba que en aquel muro había brechas. Y fue tu rostro, hija mía, el que me empujó a colarme por una de ellas.

Le di la vuelta a su argumento: ¿Necesariamente tiene que ser un antes y un después? ¿Por qué no pueden ser atendidos a la vez niños y perrillos?[11][12] Y mientras se lo decía, tuve la extraña impresión de que tú habías comenzado a importarle más de lo que podías importarme a mí, y que una corriente de compasión iba de él hacia ti, derribando a su paso toda barrera, todo obstáculo, toda defensa. Nunca conseguiré explicarte qué es lo que en él me invitaba a hablarle de igual a igual, ni en qué consistía aquel poder misterioso que emanaba de su persona y que me hacía experimentar la libertad de no estar atada a ninguna jerarquía racial o religiosa, ni a norma alguna de pureza o legalidad. Era como si los dos estuviéramos ya sentados en torno a aquella mesa acerca de la cual discutíamos y, mientras el pan se repartía entre niños y perrillos, saltaban por el aire las líneas divisorias que nos separaban, como un comienzo de absoluta novedad.

“- Anda, vete”, me dijo, como si tuviera prisa de que llegara pronto a abrazarte.

“- Por eso que has dicho, el demonio ha salido de tu hija”.

Volví a casa corriendo y te encontré tendida en la cama, con el sosiego de quien descansa después de haber ganado una batalla. Y por eso comencé a llamarte Eunice, para que tu nombre fuera para siempre memoria de la victoria que, entre las dos, habíamos conseguido”.[12][13] Esto fue lo que me contó mi madre y estoy segura de que nadie, aunque lo intente, podrá ya volver a levantar las barreras que un día el propio Jesús echó abajo.”

Cuando terminé de hablar, había un silencio denso que sólo Marcos se atrevió a romper: “- Hermanos, al escuchar a Eunice, he recordado las palabras que ha escrito Pablo a los de Galicia: “Por la fe en Cristo Jesús todos sois hijos de Dios. Ya no hay judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, pues en Cristo todos sois uno”.[13][14]

No volví a verlo, pero después supe que había incluido en su evangelio el episodio que había escuchado de mis labios. Me gustó que fuera precedido por la discusión de Jesús con los fariseos sobre la pureza y la impureza[14][15] y que repitiera el término llamando al demonio “espíritu impuro”. Porque pensé con cierta malicia a dónde habían ido a parar las famosas prescripciones del Levítico y la polvareda que la frase: “Con esto declaraba puros todos los alimentos”, iba a levantar en el grupo de los judaizantes.

Me gustó también que comenzara su relato con la misma expresión que emplea para hablar de la resurrección:[15][16] Anastás, “levantándose”, como si estuviera diciendo que los prejuicios de separación o de superioridad eran otra tumba que tampoco pudo retener a Jesús.  Le agradecí que pusiera en boca de mi madre la invocación: “Señor”, con la que los cristianos (este precioso nombre que ha nacido en la comunidad de Antioquía[16][17]), nos dirigimos a Jesús. Y cuando más adelante llegó a mis manos su evangelio entero, me di cuenta de que sólo ella y Bartimeo, el ciego convertido en seguidor, le llaman así.

Pero lo que me llegó al alma fue que retuviera las palabras con las que Jesús situaba en mi madre el poder de salvarme: “- Por eso que has dicho...” Muchas veces me he preguntado qué fue lo que él descubrió en lo que ella dijo, y por qué aquello se convirtió en un camino real por el que pudo avanzar su fuerza sanadora. Y por lo que luego he oído y sabido de él, creo que lo que le maravilló fue encontrar en una mujer extranjera una afinidad tan honda con su propia pasión por acoger e incluir, por hacer de la mesa compartida con la gente de los márgenes uno de los principales signos de su Reino.

Ella le desafió a cruzar la frontera que aún le quedaba por franquear y le llamó desde el otro lado, donde aún estábamos nosotros como un rebaño perdido en medio de la niebla. Y él debió escuchar en su voz un eco de la voz de su Padre y se decidió a cruzarla.

Por eso ahora podemos sentarnos a su mesa y nadie podrá arrebatarnos este lugar que está ya abierto para todos.[17][18] Yo he sido una de las primeras invitadas, y ahora llevo en mí la misma pasión que heredé de mi madre y que he aprendido de Jesús: seguir ensanchando el espacio de esa mesa y que puedan sentarse todos los que aún tienen cerrado el acceso.

En ello quiero empeñar mi vida, palabra de Eunice. Con la gracia de quien ha alcanzado para nosotros la victoria sobre las fuerzas de la exclusión y de la muerte.

Chaire.




[1] En esta “meditación” sobre la mujer siro-fenicia seguiré una hermenéutica de imaginación creativa, recreando la trama narrativa y releyendo el relato de Marcos desde el punto de vista de sus protagonistas femeninas. “Este tipo de hermenéutica pretende articular interpretaciones alternativas, abordando el texto bíblico con la ayuda de la imaginación histórica, las amplificaciones narrativas y las recreaciones artísticas.” (E. SCHÜSSLER FIORENZA, Pero ella dijo. Prácticas feministas de interpretación bíblica, Madrid 1996,104)

[2] Ez 27,3.4

[3] Is 23,8

[4] Dt 7,1-2

[5] He 11,19

[6] No deja de ser aleccionador para la historia de la Iglesia que fueran aquellos grupos más “fieles a la tradición”, los que acabaran fuera de la comunión eclesial, dispersos en tendencias sectarias: ebionitas, encratitas etc

[7] He 11,1-4

[8] Is 23,16

[9] He 10,23-28

[10] Mc utiliza la expresión pneuma akatharton , “espíritu inmundo” , y este adjetivo griego es el que traduce en LXX el término hebreo niddah , “impureza”, es decir, lo ajeno o contrario a la esfera divina.

[11]Cf. V.TAYLOR, Evangelio según San Marcos, Madrid 1979, 413. Documentación rabínica en Billerbeck I, 722-726

[12] Cf. M.NAVARRO, “La mujer y los límites:” Misión abierta 8 (1992), 42

[13]“Durante un debate acalorado entre judíos en la academia de Yavne , el Señor intervino apoyando la postura de Rabbi Eliezer. Pero Rabbi Yeoshua protestó diciendo: “- ¡La Torah no está en el cielo sino aquí abajo!”. Y la mayoría votó en contra de la opinión venida del cielo. Más tarde Rabbi Natán interrogó al profeta Elías: “-¿Cómo ha reaccionado el Señor viendo que Rabbi Yeoshua le quitaba, por así decirlo, el derecho a la palabra?” Elías respondió: “- El Señor se ha sonreído y ha dicho: Nitzkouni banai, mis hijos me han vencido.” (E. WIESEL, Célébration prophétique,  Paris 1998, 186)

[14] Gal 3,26-28

[15] Mc7,1-23

[16] Mc 8,31; 9,9.10.31; 10,14

[17]  He 11,26

[18] “Cuando Pablo luchó a favor de la comida en común con cristianos de origen pagano estaba haciendo patente la voluntad salvífica universal de Dios ; Dios en efecto, quiere celebrar un banquete con todos los hombres  (Is 25,6; Lc 14,21). La Iglesia del futuro deberá hacer aún más clara esta voluntad divina si desea no traicionar a su Señor. Instruídos por la carta a los Gálatas, es legítimo afirmar que la esencia del cristianismo es synesthiein, comer juntos.” (F. MUSSNER, Der Galaterbrief , Friburgo 1974, 423. Citado por R. AGUIRRE, en La mesa compartida. Estudios del NT desde las ciencias sociales, Santander 1994)






TRES  MIRADAS  SOBRE  MARÍA
Dolores  Aleixandre





LA MIRADA DE ISABEL

Apenas se oyó el sonido leve de sus sandalias sobre la grava de mi patio, el niño que llevo en las entrañas se estremeció dentro de mí. “-¡Shalom, Isabel!”, había dicho ella, y su voz me llenó de una alegría desconocida en la que se desbordaba toda la energía del Espíritu.

Nos abrazamos en silencio y fue entonces cuando tuve el presentimiento de que no éramos sólo tres, ella, mi hijo y yo, quienes nos fundíamos en el abrazo. Cuando nos separamos,  puso sus manos sobre mi vientre y me miró riendo al sentir los pies del niño que se movían con impaciencia dentro.

No sentamos  a la sombra del limonero y le hablé largamente de los difíciles años de mi esterilidad, tejidos de desolación y de oscura vergüenza. Le conté que, lo mismo que Raquel, también yo había deseado mil veces decirle a Zacarías: "Dame hijos o me muero" (Gen 30,1), aunque sabía que, lo mismo que Isaac por Rebeca, también él rezaba por mí para que Poderoso retirase mi afrenta.  Había pasado infinitas noches desahogando  mi corazón ante el al Señor como Ana, la madre de Samuel, suplicándole que remediara mi humillación (1Sm 1,10-16). Y a pesar de que conocía la historia de Sara,  también sonreí con incredulidad cuando Zacarías volvió mudo del santuario y trató de hacerme entender que nuestra oración había sido escuchada… No fui capaz de creerlo hasta que tuve la certeza de que en mi seno se había alumbrado la vida: el Señor se había acordado de mí lo mismo que de nuestras madres, y me había visitado con el don de la fecundidad. Por eso necesité esconderme muchos meses: tenía que dar tiempo a mi corazón para agradecer en el silencio y la soledad que el Señor me había desatado el sayal de luto para revestirme de fiesta.

Cuando terminé mi relato  comenzó a hablar ella y pude asomarme al brocal del pozo que escondía su misterio. Al escucharla, mis ojos deslumbrados sólo conseguían ver su rostro reflejado en el agua: contemplé la imagen resplandeciente de la llena de gracia y reconocí a la verdadera hija de Sión convocada a la alegría, a la elegida para ser el orgullo de nuestro pueblo. La alabanza me nació de dentro: "¡Bendita seas entre todas las mujeres, bendito el fruto de tu vientre…! Dichosa tú que te has fiado de Dios como nuestro padre Abraham…"

Recibió mis palabras como acoge el agua clara de un arroyo el rayo de luz que ilumina su fondo. Volvió a hablar y me di cuenta de que deseaba hacerme ver a través de ella el rostro de Otro.

"No te pares en mí, Isabel, es a él a quien tenemos que  dirigir la bendición, al que se ha inclinado a mirar a la más pequeña de sus hijos, y en mí  ha visto a todos los que como yo  no poseen ni pueden nada y se apoyan solamente en él. Porque cuando alguien confía en su amor, él hace cosas grandes y lo sienta a su mesa,  mientras que a los que se creen algo, los aleja de su presencia. Yo sólo era una tierra vacía y pobre pero él ha pronunciado sobre mí su palabra y, como en la primera mañana de la creación, ha hecho brillar la luz de un nombre nuevo, el  del hijo que está creciendo dentro de mí.  Dios se ha acercado tanto que nos pertenece como la semilla a la tierra que la ha hecho germinar. Yo sólo podía decir: "Aquí estoy, hágase…" y dejar atrás cualquier inquietud. No sé cómo va a suceder todo esto, pero estoy al amparo de su sombra y mis ojos están puestos en él, como los de una esclava en las manos de su señora… (Sal 123,2)

Nos quedamos en silencio hasta que sentí que acariciaba mis manos ásperas y rugosas y repetía: - "Como están los ojos de la esclava fijos en las manos de su señora"... Anda, Isabel, dime dónde guardas el cántaro y no te muevas tú, que yo me voy a  traer el agua para lavar la ropa. Ya salía con el cántaro cuando se volvió hacia mí  y dijo: - "Aún no te he dicho el nombre de mi hijo: se va a llamar Jesús…"

El nombre se quedó suspendido en el sosiego de la tarde y, mientras la miraba alejarse cantando, supe que ella era ahora el Arca de la Alianza. Recordé a Zacarías ofreciendo el incienso en el templo y pensé que el santuario del Santo de Israel era ahora la muchacha que, con un cántaro al hombro, iba dejando a su paso un rastro de silencio y una algarabía de pájaros en  los cipreses que bordean el camino hacia la fuente.



LA MIRADA DE JOSÉ


- Anda José, recuérdame otra vez aquellas historias de los patriarcas soñadores que me gustan tanto...

Le había contado una vez a María la narración del sueño de  Jacob en Betel y también el de José, el hijo de Jacob y Raquel,  y ella había comentado: - Me gusta que Dios les hablara en sueños, es como decir que es sólo con la sabiduría del corazón como podemos conocerle y no cuando confiamos sólo en nuestra inteligencia. Pienso que él se comunica con nosotros cuando renunciamos a entenderle del todo y a saber los cómos y los porqués de lo que él hace... Por eso dice cosas en sueños, para recordarnos que lo mismo que al dormirnos nos abandonamos y nos despreocupamos de todo, es así como podemos escucharle. Una vez le oí este proverbio a mi padre: “Atiende al consejo de tu corazón, nadie te aconsejará mejor que él. El corazón avisa de la oportunidad más que siete centinelas en las almenas” ( Sir 37, 13-14)

Yo tenía mis reservas acerca de la conducta de Jacob: me escandalizaban secretamente sus mentiras y sus trampas y me parecía un poco injusta y desproporcionada la predilección de Dios por alguien que había vivido sin rumbo, como arrastrado por los acontecimientos. Admiraba en cambio a Moisés que había hablado con el Señor cara a cara, y había recibido la certeza de la Ley y de su propia misión.

Cuando se lo confesaba a María, ella se reía y decía: - ¡Ay José, José, cuántas veces te oigo hablar de la Ley y de sus claridades! Y se te olvida que el Señor venía también a encontrarse con Moisés envuelto en la nube..., y me parece que antes de guiar al pueblo era él mismo el guiado… Y en cuanto a Jacob ¿no me dijiste tú que oraba al Señor diciendo: “¡Soy yo demasiado pequeño para tanta misericordia y tanta fidelidad como has tenido conmigo!” (Gen 32,11) ¿No te parece que Dios le quería tanto precisamente por decirle eso, en vez de pedirle que se fijara en lo intachable de su conducta, como hacen hoy esos fariseos tan seguros de estar cumpliendo la Ley?

Como yo no me dejaba convencer fácilmente, ella cambiaba de tema: - Bueno, pues repíteme por lo menos cómo bendijo Jacob a José cuando reunió a sus hijos antes de morir”.

Y yo recitaba: 

“José, retoño fértil, 

retoño fértil junto a una fuente,

sus ramas escalan el muro.

Lo enfurecieron al dispararlo,

los arqueros lo hostigaban.

Pero su brazo permanece firme,

sus brazos y manos ágiles

gracias al auxilio del Fuerte de Jacob, 

del Pastor y Roca de Israel.

Que el Dios de tu padre te ayude, 

que el Dios poderoso te bendiga

con bendiciones del cielo

y bendiciones del abismo, 

bendiciones de pechos

y senos maternos.

Las bendiciones de tu padre, 

mejores que las de los montes divinos, 

que las delicias de los collados eternos, 

caigan sobre la cabeza de José, 

sobre la cabeza del elegido de sus hermanos” (Gen 49,22-26).

Un día le comenté cuánto me enorgullecía llevar el mismo nombre de alguien a quien se recuerda como un “retoño fértil junto a una fuente” y que me sentía dichoso de que ella fuera la fuente que yo había tenido la suerte de encontrar. Le alegraron mis palabras y luego añadió: - ¿Te has fijado,  José? Ni la firmeza de su arco  ni la agilidad de sus brazos eran cosa suya, todo fue obra del Fuerte de Jacob, del que es el Pastor y la Roca de Israel... Pienso que lo importante no es nuestro esfuerzo ni nuestra iniciativa, ni siquiera las obras de nuestra justicia,  sino confiar en su ayuda y en su bendición y en el nombre que él quiere darnos.

Y luego repitió: “Que el Dios de tu padre te ayude, que el Dios poderoso te bendiga…”.

Otro día hablábamos de la lectura de Isaías que había escuchado en la sinagoga:

“Saldrá un retoño del tronco de Jessé,

un vástago brotará de sus raíces.

Sobre él reposará el espíritu del Señor 

No juzgará por apariencias

 ni sentenciará de oídas

Juzgará con justicia a los débiles,

sentenciará a los sencillos con rectitud...” (Is 11,1-4)

Le dije: - Mira, María, yo sólo soy un carpintero y ya conoces la pobreza de mi casa, pero mi familia desciende de Jesé, el padre de David y me alegra pensar que nuestros hijos estarán orgullosos de saber quién fue su antepasado.

Ella contestó: ¿Sabes en qué estoy pensando? En lo que decía también Isaías y que escuché una vez detrás de la celosía de la sinagoga: 

“No recordéis las cosas pasadas, 

no penséis en lo antiguo.

 Mirad, voy a hacer algo nuevo, 

ya está brotando ¿no lo notáis?” (Is 43,18-19)

No te enfades conmigo, pero me parece que lo de David ya se ha quedado viejo y que ahora el Señor está queriendo hacer algo nuevo del todo... Y me gustaría saber qué dice Isaías justo antes de lo del tronco de Jesé... ¿Te acuerdas tú? Me desconcertó su pregunta y como no supe contestársela, se la hice al rabino de la sinagoga y él me leyó directamente del rollo de Isaías: “El Señor todopoderoso desgaja con estruendo las copas de los árboles; las ramas más altas están cortadas, las elevadas van a caer. Cae bajo el hacha la espesura del bosque, se desploma el Líbano con todo su esplendor....” (Is 10,33-34)

Cuando se lo repetí a ella, vi que se le iluminaba la mirada, como si aquello le confirmara algo de lo que estaba convencida: - ¿Lo ves, José? El retoño le nace al tronco  precisamente cuando ya no se podía esperar nada de él, cuando era un tocón estéril que sólo parecía servir para ser  echado al fuego... Y eso es lo que hace el Señor con nosotros:  nos visita con su gracia y su misericordia cuando ya no confiamos en nuestra propia savia ni en nuestras propias cualidades o merecimientos, ni siquiera en nuestra propia justicia, esa que a ti te importa tanto... Porque cuando se acaban nuestras posibilidades, es cuando empiezan las suyas. ¿Te has fijado en que no es un ejército de hombres armados quienes tienen a raya a esos lobos, leones y panteras de que habla el profeta? ¡Es un niño pequeño quien los pastorea...!

Anda, José, vamos a rezar juntos al Señor para que nos envíe pronto su Mesías, ese que viene a defender a los débiles y a hacer justicia   a los sencillos y a pedirle que a nosotros nos llene de su conocimiento, como  las aguas colman el mar... Todos esos recuerdos se agolparon en mi memoria cuando supe que ella estaba esperando un hijo. Entre los dos se interpuso   un muro de silencio y yo supe que mi vida era arrancada con violencia de la proximidad de aquella fuente que alegraba mi vida. Sobre mi cabeza ya no descansaba la bendición sino una nube oscura de angustia y desolación. Me sentí seco, como un árbol a quien le han   desgajado las ramas y talado el tronco, hasta dejarlo arrasado y baldío.

Y fue sólo después de muchos días de insomnio  cuando recordé las palabras de María:  “Dios se comunica con nosotros cuando renunciamos a entenderle del todo y a saber los cómos y los porqués de lo que él hace...” Esa noche traté de abandonar mi ansiedad en sus manos y entonces llegó la Voz en medio del sueño: José, hijo de David, no temas recibir a María en tu casa pues lo que ha concebido es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo a quien llamarás Jesús… (Mt 1,20-21).

Me desperté al amanecer y las primeras palabras que vinieron a mi corazón (¿no es ahí donde, según María, Dios nos habla...?) fueron: “Aquí estoy, aquí me tienes” y recordé que era lo que habían dicho Abraham y Moisés y también Isaías. Algo nuevo había retoñado en mí  aunque no sabía bien ponerle nombre. Quizá era que estaba comenzando a dejar atrás mis propios planes y a dejarme guiar por el Pastor de Israel. O que mi preocupación por ser justo dejaba paso a la alegría de saberme bendecido. O que estaba experimentando que la seguridad del Fuerte de Jacob era más firme que mi propia fortaleza. Estaba siendo conducido más allá de mis saberes para entrar en el misterio de una sabiduría que me desbordaba y la gratuidad de Dios llamaba a mi puerta.

Decidí abrirla de par en  par, sintiendo que mi padre David se quedaba atrás y que yo comenzaba a pertenecer en la estirpe anónima de los que Dios elige para ser los hombres de su confianza. Él me llama a participar con él en algo tan grande como dar nombre a ese niño, pensé, un niño que es fruto del Espíritu.  Crecerá a mi sombra y yo lo defenderé del bochorno y de la oscuridad, como la nube que acompañó a nuestros padres por el desierto. Y le enseñaré mi oficio para que llegue a ser el mejor carpintero de Nazaret…

Me dirigí a casa de María y, cuando me abrió la puerta, me miró gravemente a los ojos y dijo sonriendo: 

“Que el Dios de tu padre te ayude, 

que el Dios poderoso te bendiga. 

Que sus  bendiciones 

caigan sobre la cabeza de José,

sobre la cabeza del elegido entre sus hermanos.

No fui capaz de decir nada en aquel momento, pero el día en que me la llevé a mi casa, cuando al atardecer nos pusimos a orar juntos, elegí las palabras de Jacob:

Soy yo demasiado pequeño

para tanta misericordia y tanta fidelidad 

como has tenido conmigo...”



LA MIRADA DE UN PASTOR DE BELÉN


La luz vacilante de una candela dentro de la gruta nos hizo saber dónde estaba la señal que andábamos buscando: un niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre. Conozco bien los alrededores de Belén desde que comencé a trabajar como pastor, después de que una racha de malas cosechas me dejara arruinado. Procedo de una familia acomodada y religiosa en la que aprendí la tradición y las oraciones de nuestro pueblo,  pero cuando  llegué a Belén con las manos vacías y me vi obligado a pasar las noches al raso, pensé que Dios me había abandonado  y no volví a rezar nunca más.

Me habitué a la vida ruda de unos pastores con los que ahora iba en busca de la extraña señal anunciada, conscientes de lo desconcertante de nuestra decisión. "Ha sido un sueño", decían algunos, "a veces la luna llena juega malas pasadas…". "Un niño recién nacido no puede ser señal de la presencia del Altísimo", decían otros. "¿Cómo podéis creer que vamos a ser precisamente nosotros los primeros en saber la llegada del Mesías?", añadían los más escépticos. Duró el resplandor que nos había cegado, todo parecía evidente, pero ahora estábamos de nuevo en medio de la oscuridad de una noche heladora y el júbilo del anuncio escuchado comenzaba a desvanecerse como el rocío al amanecer.

Fueron mis palabras las que lograron convencerles: -" De joven aprendí  algo de las Escrituras y recuerdo las palabras de un profeta: - Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado… (Is 9,5) Y además, ¿cómo explicar esta alegría  desmesurada que nos ha invadido y que ha  arrastrado nuestros temores con la fuerza de un huracán? "

Cuando entramos en la cueva vimos en la penumbra a una mujer muy joven recostada sobre un haz de heno y, junto a ella, un hombre que debía ser su esposo y que se afanaba por encender fuego. El niño, apenas un envoltorio minúsculo encima del pesebre, estaba dormido. Percibí una serenidad tranquila  en ellos, inesperada por lo inhóspito del lugar. Les ofrecimos pan y un cuenco de leche y ellos nos dijeron sus nombres y nos contaron que venían desde Nazaret  para inscribirse en Belén. No habían encontrado sitio en la posada y, ante la inminencia del parto,  se habían refugiado en aquel establo.

Los pastores somos gente más habituada al silencio que a las palabras, pero había algo en ellos que nos invitaba a la confianza y yo me atreví a expresar con  brusquedad las preguntas que llevábamos dentro todos: " ¿Por qué la claridad de Dios nos ha envuelto precisamente a nosotros, tan alejados de él y tan olvidados de los mandamientos de su ley? ¿Quién va a creer de labios de esta  gente perdida y rechazada que somos el anuncio de que la complacencia y la ternura de Dios abrazan a todos? ¿Y cómo es posible que la señal del Mesías que todos esperan sea un niño nacido en un lugar como este?"

Cuando terminé de hablar, María dijo algo sobre guardar las preguntas y los acontecimientos en el corazón y esperar como espera la tierra la llegada de la lluvia. Y yo recordé un proverbio de nuestro pueblo: "Hijo mío, cuida tu corazón porque en él están las fuentes de la vida" (Pr 4,23) y pensé que ella vivía en contacto con su propio corazón, como un árbol plantado junto a corrientes de agua. Fue entonces cuando, inesperadamente, se levantó y tomando al niño, lo puso en mis brazos.

Hoy soy ya viejo pero no he podido olvidar lo que me fue revelado  aquella noche: aquel puñado de hombres insignificantes y excluidos éramos el pueblo que caminaba en tinieblas y había visto una luz grande; habíamos pasado de la sombra y el frío al espacio cálido de un hogar. Nos había nacido un niño, se nos entregaba un hijo, Dios venía a nuestro encuentro, precisamente porque éramos los últimos  de su pueblo. El niño sobre el pesebre representaba el destino mismo de Dios, un Dios que plantaba su tienda junto a los más pobres y perdidos, un Dios sin palabra, desarmado e inútil que comenzaba a llamarse Emmanuel, "Dios-con-nosotros".

Junto a María aprendí aquella noche a pronunciar el nombre que le revelaba como inseparable de nuestras fatigas y lágrimas, de nuestras oscuridades, esperanzas y preguntas. Estaba como nosotros a la intemperie, entraba en nuestra historia como uno de tantos y por eso se le cerraban las puertas y carecía de techo y de privilegios. Esta era la señal: el Salvador, el Mesías, el Señor, descansaba ahora entre los brazos torpes de un pastor.

"Voy a hacer pasar delante de ti todo lo mejor que tengo" (Ex 33,19) había prometido Dios a Moisés en el Sinaí. Aquella noche de Belén, en una de sus grutas, lo mejor de nuestro Dios: su misericordia entrañable, la ternura de su amor, la fuerza de su fidelidad, se manifestaba por primera vez entre nosotros. El Dios que se había revelado en la tormenta del monte, envuelto en la nube, mostraba ahora su rostro y hacía descansar su gloria en la fragilidad de un niño.

En medio de la oscuridad de la noche sentí en lo hondo de mi corazón, como un susurro  ángeles, la certeza de estar envuelto en la paz que Dios concede gratuitamente a todos los hombres y mujeres que él quiere tanto.








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- "Hui-Tzu dijo a Chuang-Tzu: "Tus enseñanzas no tienen ningún valor práctico."

Chuang-Tzu respondió: "Sólo los que conocen el valor de lo inútil pueden hablar de lo que es útil."

- Génesis 28: "Al despertar del sueño dijo Jacob: Realmente está el Señor en este lugar y yo no lo sabía."





Cuenta una vieja historia de la Biblia que una noche Jacob se echó a dormir en medio del campo. Como de costumbre iba huyendo, en este caso de su hermano Esaú que lo perseguía a causa del contencioso "lentejas por primogenitura" que los interesados pueden leer en Gen 25,29-34. El caso es que Jacob se pasaba la vida escapando y casi sólo cuando era de noche y se echaba a dormir, podía Dios alcanzarlo. Aquella noche soñó con una escalera que, plantada en la tierra, llegaba hasta el cielo y por la que subían y bajaban ángeles. Jacob se despertó  lleno de estupor y llamó a aquel lugar "morada de Dios" (Gen 28,10-22). Mucho tiempo después lo encontramos diciendo: "Soy yo demasiado pequeño para toda la misericordia y fidelidad que el Señor ha tenido conmigo..."(Gen 32,11): un hombre de "lo útil" había comprendido el valor de "lo inútil."

Al releer hoy esa historia podemos quedarnos tan estupefactos como Jacob ante la noticia que la narración nos comunica: el mundo de Dios y el nuestro están en contacto, la escalera de la comunicación con Él está siempre a nuestro alcance, existen caminos de acceso a Dios y posibilidad de encontrarlo y de acoger sus visitas.

Otra narración pintoresca del Antiguo Testamento nos cuenta que un tal Jonás, de profesión profeta, había puesto también los pies en polvorosa para escapar de Dios que quería enviarlo a anunciar salvación a Nínive. Pero Jonás, como buen israelita, abominaba a los ninivitas que eran gentuza pagana y no estaba por la labor de colaborar con Dios en el disparate de convertirlos. Así que, en vez de tomar el camino de Nínive, se embarcó en dirección contraria, rumbo a Tarsis. Pero Jonás no contaba con la terquedad de Dios ni con la gimkana de obstáculos que iba a encontrar en su huida: hay una tempestad, los marineros le tiran al mar y se lo traga un inmenso pez. Y mira por donde, a Jonás el fugitivo no se le ocurre mejor cosa que hacer en el vientre del pez que ponerse a rezar.

Y cada uno de nosotros podría concluir acertadamente: "pues si alguien oró en una situación semejante, quiere decir que cualquiera de los momentos que yo vivo, por extraños que resulten, nunca serán tan insólitos como el interior de una ballena, así que, por lo visto, todos y cada uno de los lugares y situaciones en que me encuentre: un atasco de circulación, la antesala del dentista, el vagón de metro, la cola de la pescadería o la cumbre de una montaña, son lugares aptos y a  propósito para contactar con Dios."

Nada que objetar a templos, capillas, santuarios, ermitas o monasterios: sólo recordar que Dios no necesita ninguno de esos ámbitos (quizá sí nosotros, por aquello del sosiego y de que nos dejen en paz), pero siempre que no nos hagan olvidar que no existe ningún lugar ni situación "fuera de cobertura" para la comunicación con Dios. Ese es el gran testimonio que nos dan los creyentes de la Biblia: al hojear sus páginas los encontramos orando junto a un pozo (Gen 24) o en la orilla del mar (Ex 15,1ss); en medio del tumulto de la gente o en pleno desierto (Mt 4,1-11); al lado de una tumba (Jn 11, 41) o con un niño en brazos (Gen 21,15); junto al lecho nupcial (Tob 8,5) o rodeados de leones (Dan 6,23).

Y tampoco parece que lo hacían desde las actitudes anímicas más idóneas: se dirigen a Dios cuando se sienten agradecidos y también cuando están furiosos, claman a El en las fronteras de la increencia, la rebeldía o el escepticismo, lo bendicen o lo increpan  desde la cima de la confianza o desde el abismo de la desesperación. Y uno deduce: la cosa no puede ser tan difícil, muchos otros antes que yo intentaron eso de rezar y lo consiguieron; parece que el secreto está en ensanchar las zonas de contacto... ¿Y si probara yo también?

Uno de las causas de que algunos han desistido de hacerlo después de haberlo intentado, es que se empeñaron en contactar con Dios desde otra situación distinta de la que era realmente la suya en aquel momento (cuando tenga tiempo, cuando esté menos cansado, cuando encuentre un lugar apropiado...), y todo eso son arenas movedizas por irreales en comparación con la roca firme de la realidad concreta y actual en la que se está.  Porque es esa situación la que hay que concienciar, nombrar, acoger, tocar, y extender ante Dios, como el tapiz precioso que un mercader expone para que un comprador lo admire. Y darnos tiempo para hacer la experiencia (otros muchos la hicieron antes que nosotros), de que Dios es un "cliente incondicional" de todas nuestros tapices y sabe mejor que nadie apreciarlos, valorarlos, acariciar su textura, admirar el revés de su trama, y hasta remendar sus rotos y embellecer su dibujo.

Las páginas que siguen pretenden acompañarte en esta aventura si decides emprenderla, aunque sea de manera vacilante. Vas a encontrar "narraciones de contactos" partiendo de situaciones humanas elementales: el cansancio, la prisa, la muerte, la monotonía, la gracia, la des-gracia... Son relatos esquemáticos en los que todo ocurre con mucha rapidez, pero piensa que como el encuentro con Dios es una relación, hay que invertir en ella tiempo y paciente espera. Lo que vas a leer son sólo pistas, luego tú seguirás tu propio camino y tus propios ritmos para encontrar a Dios y dejarte encontrar por El a través de todo lo que constituye la trama de tu vida: relaciones, deseos, miedo, alegrías, soledad, inquietud, asombro...

Puedes empezar ahora mismo, estás en buen lugar allí donde estés y en buen momento tal como te encuentras ahora. Quizá en este instante estés empezando el aprendizaje vital más apasionante de tu existencia.[18][1]



DESDE EL CANSANCIO

De pie en el metro abarrotado, con doce interminables estaciones por delante. Arrastrando el carro de la compra escalera arriba (cuarto piso sin ascensor). Detrás del  mostrador, o delante del ordenador, o junto a la pizarra de la clase, hartos de clientas pesadísimas, ciudadanos impertinentísimos o niños inquietísimos (y yo con la cabeza a punto de explotar...) De noche, sentada en una silla metálica junto a la cama del abuelo, internado por tercera vez en dos meses por la cosa de los bronquios.

Ahora y aquí. Detecto mi cansancio, trato de no rechazarlo. Está aquí, conmigo, pesando sobre mí, hinchando mis piernas, atacándome por la espalda, rodeando mis riñones. Lo saludo, intento llamarlo por su nombre: "Tanto gusto, Doña Bola de Plomo", "¿Cómo le va, Don Saco de Arena?", "Parece que vienen Vds. mucho por aquí... (Si consigo sonreír un poco, todo puede ir mejor...) Trato de respirar despacio, de tomar una pequeña distancia, de despegarme de mi propia fatiga, de abrir un espacio a otra Presencia.

Leo o recuerdo: "Jesús, cansado del camino, se sentó junto al pozo. Era mediodía" (Jn 4,6) Le miro tan derrotado como yo, y encima el calor y la sed. Me siento yo también en el brocal del pozo o en el bordillo de la acera junto a él. No tengo ganas de decir nada y a lo mejor a él le pasa lo mismo. Estamos en silencio, comunicándonos sin palabras por qué estamos tan agotados. Quizá le oigo decir con timidez: "Cuando estés muy cansada o con agobio, vente aquí y lo pasamos juntos. Es lo que hago yo con mi Padre y no sé bien cómo, pero estar con él me descansa."

Me habla de gente que conoce desde hace tiempo, gente importante y famosa, de la que sale en la Biblia, amigos suyos al parecer, que todo el mundo piensa que eran muy fuertes y muy resistentes, pero que de vez en cuando no podían más y se querían morir, de puro cansados: un tal Moisés que se quejaba mucho a Dios porque llevaba detrás un pueblo muy pesado y a ratos le presentaba la dimisión y le decía: "Si lo sé, no vengo" (al desierto, claro), y cosas parecidas (Num 11,11-15). Pero a pesar de todo, no le fallaba nunca a la cita, y eso que era en lo alto del Sinaí y no estaba ya para muchos trotes...

O también el profeta Elías, que había montado un show de mucho cuidado en el monte Carmelo, se había cargado a todos los profetas de la oposición  (esas cosas por entonces no se veían tan mal como ahora...), había conseguido lluvia después de tres años de sequía y había hecho una salida triunfal corriendo delante del carro del rey... (1Re 18); pues en la escena siguiente, sale huyendo hacia el desierto porque la reina Jezabel, que era malísima, lo amenaza, se adentra por allá solo, empieza a caminar sin rumbo y cuando está ya medio deshidratado y al borde de la insolación, se tumba debajo de un arbusto y se pone a dar voces  diciendo que se quiere morir y que ya no aguanta más. Y a Dios le dio muchísima ternura verle así de derrotado y le mandó por mensajero agua fresca y pan recién hecho, y sobre todo unas palabras de ánimo que lo dejaron como nuevo y le ayudaron a reemprender el camino hacia el Sinaí que era donde le había citado Dios (que se le nota como una fijación con ese sitio...) (1 Re 19).

Le hablo yo también de conocidos míos que andan peor que yo: un compañero de oficina que tiene a su suegra en casa con Alzhymer y no les deja pegar ojo por las noches. Una amiga de toda la vida con un hijo drogata que ha dejado cinco veces los programas de rehabilitación y la familia está al borde de la locura. Gente que he visto en una exposición de fotografías de Sebastiao Salgado trabajando en una mina de oro de Brasil en  condiciones estremecedoras.

Nos quedamos callados otra vez. El me sugiere que pongamos todo ese cansancio entre las manos del Padre, que reclinemos la cabeza en su regazo, como en esa escultura en que Adán descansa la cabeza sobre el regazo de su Creador que tiene puesta la mano sobre su cabeza. Lo hago y me quedo dormida un ratito.

Me despierto y sigo cansada, pero es distinto. Vuelvo a respirar hondo. Gracias. Hasta mañana.



DESDE LA PRISA

Sólo a mi puede pasarme que se me rompa la lavadora precisamente el día en que tengo que hora en el médico, cita con la tutora de mi hija Ana, recogerla luego en casa de mi cuñada que se la ha llevado al cine y dos llamadas urgentes en el contestador: mi madre: "te necesito para que me acompañes al dentista"; mi marido desde Barcelona: "...me lo fotocopias y me lo mandas por correo urgente". Y por la noche, cena en casa de una amiga que está deprimida.

Termino exhausta de recoger la inundación y salgo de casa a toda velocidad, cruzando a lo loco para parar un taxi con riesgo de atropello. Y una vez dentro, lo que me faltaba: atasco en la M30. Parados. Bueno, yo parada no, porque mi mente galopa sin resuello, escoltada por los fieles lebreles del agobio y la ansiedad.

Ahora y aquí. Me recuesto en el asiento, cierro los ojos y respiro profundo. Busco la sensación de prisa en los escondites de mi cuerpo: ¿en la cabeza? No. ¿En los pies? Tampoco. La descubro alojada en los alrededores del estómago y en el vértice de los pulmones, que es desde donde estoy respirando, como si tuviera un ataque de asma. Ya te tengo, estás ahí, no te escondas que te siento. Contemplo mi prisa: es un mono que brinca; un tumulto de gente empujándose para entrar en unos almacenes el primer día de rebajas; una carrera desenfrenada por llegar a ninguna parte.

Trato de sacarla de sus escondrijos y de que me deje un poco tranquila. La pongo delante de mí, sobre la alfombrilla del taxi.  Abro la ventanilla para ver si se escapa por ahí como el genio de Aladino. Recurro al humor y reúno mentalmente a todos lo que me esperan. Los imagino haciéndose cargo de la situación: mi médico escuchando las quejas de la tutora por el plantón y recetándole Valium 5; ; mi amiga deprimida contándole sus penas a mi madre mientras le pone coñac con aspirina en la muela del juicio; el dentista en casa con su bata blanca, tratando de arreglarme la lavadora; Ana haciendo barquitos de papel con las fotocopias que está esperando su padre desde Barcelona y echándolas a navegar por la nueva inundación que ha conseguido el celo artesanal del dentista. Y luego, todos a cenar juntos para celebrar que yo haya desaparecido, seguramente a tomarme un respiro: "pobrecilla, tiene demasiadas cosas encima..."

Un poco más relajada, saco el evangelio del bolso y lo abro: "Marta, Marta..." (- Señor, que me llamo Encarnita...). Ya lo sabe, pero le debo recordar mucho a aquella amiga suya que le pasaba como a mí: cada vez que él iba por Betania que era el pueblo donde vivía ella, se alojaba en su casa (Lc 10,32-41); pero como no avisaba nunca, a la tal Marta le entraba el delirium tremens de los preparativos: se ponía a cocinar cuatro cosas a la vez, medio histérica: "no me da tiempo, no me da tiempo, y el horno que no va bien, y las patatas que siguen duras, y esta carne que debe ser de rinoceronte..."

Miro a la otra hermana, a María, y me entra mucha envidia de verla tan tranquila, sentada junto a Jesús. Se levanta y me deja el sitio: "tengo que echarle una mano a Marta, si no se pone inaguantable..." Me siento sobre los talones como si fuera una gheisa y ni siquiera me dan calambres. La cosa empieza bien.

Jesús me mira y mi montaña de prisas empieza a derretirse. Al contarle mis agobios, noto que se van ordenando, como si los fuera guardando doblados y limpios en un armario que huele a lavanda. Me acuerdo de un canto que oí en misa: "Entre tus manos están mis afanes, mi suerte está en tus manos." Se lo repito una vez, y otra...

"No hay más que una cosa que es de verdad importante". Y me asombro al darme cuenta de que, en el fondo, eso que es lo "único necesario" está ya en el fondo de mi corazón lleno de nombres, lleno de rostros de personas que quiero y a las que quiero demostrar mi cariño. Sólo que tengo que aprender a hacerlo sin empeñarme en atender a diez asuntos a la vez, sin acelerarme, sin pretender llegar a todo, sino poniendo las cosas una detrás de otra y encontrando espacios de sosiego como éste con más frecuencia, dejándome mirar por Alguien que no me acosa, ni me exige, ni me reclama nada.

Me entran ganas de rezar el Padre nuestro junto a Jesús y ahí se acaba de serenar mi ansiedad: al decirlo despacio, me doy cuenta de él también tiene prisas, pero diferentes: la de que todos nos enteremos de que a Dios podemos llamarle Padre y Madre; la de su apasionamiento por el sueño de Dios que es un mundo de hijos y hermanos reconciliados; la de contagiarnos la urgencia de que el que el pan y los bienes, que son de todos, lleguen a todos, porque en eso consiste eso que él llama Reino.

"Son 1.215, señora". Hemos llegado. Pago al taxista y le doy una propina espléndida: al fin y al cabo me ha llevado hasta Betania. Doblo la esquina de la casa del médico y desde el bar de enfrente me llega el aroma de bollos recién hechos. Cruzo la calle y entro a tomarme un café y un croissant a la plancha.

Hace una tarde preciosa.



DESDE EL TANATORIO

Me desplomo sobre una silla del tanatorio después de mirar por el cristal el rostro irreconocible de Mirentxu dentro de la caja y me pongo a llorar desconsolada. La noticia de su muerte ha sido un mazazo que no esperaba. Precisamente ella, que era un chorro de vitalidad, y de proyectos, y de sabiduría para disfrutar de la vida. Precisamente ella, que era un nudo de relaciones, una de esas personas con el don rarísimo de establecer vínculos estables y únicos con montones de gentes de todo tipo y condición. Precisamente ella, que nos hacía falta a tantas personas y que nos deja tan desvalidos, a Luis y a los niños sobre todo. Y justo cuando parecía que estaba mejor y que el tratamiento estaba surgiendo efecto.

No hay derecho, pienso. Y me suben oleadas de rebeldía y de preguntas. ¿Por qué ella, por qué? No entiendo nada ni quiero entenderlo; es injusto y cruel e incomprensible y se me atascan las lágrimas en la garganta.

En el tanatorio abarrotado hay un silencio denso. Miro los rostros de tanta gente, conocida y desconocida y leo en todos el mismo estupor y la misma pena honda que nos quita hasta la gana de hablar.

Va a haber una misa y siento, junto a la necesidad de rezar, una especie de bloqueo con Dios, una imposibilidad de dirigirme a Él, porque en el fondo le estoy pidiendo cuentas de esta muerte incomprensible. Espero que el cura no se ponga a repetirnos una homilía de plástico de las de siempre: que la muerte es un misterio insondable, que ella está ya gozando en el cielo y que nos tiene que consolar mucho el que haya dejado de sufrir. Lo miro con prevención, conminándole internamente a que se abstenga de decirnos nada de eso.

"Lectura del santo evangelio según San Juan": “Las hermanas de Lázaro le mandaron este recado:-Señor, tu amigo está enfermo (...) Él dijo: "-Nuestro amigo Lázaro está dormido; voy a despertarlo.(...) Al ver a María llorando y a los judíos que lo acompañaban llorando, Jesús se estremeció por dentro y dijo muy agitado:-¿Dónde lo habéis puesto? Le dicen: -Señor, ven a ver. Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban: -¡Cuánto lo quería...!" (Jn 11,3.11.35)

No comenta nada y propone unos momentos de silencio.

Ahora y aquí. Renunciar a las explicaciones, a los intentos de saber por qué, al lenguaje nefasto del "Dios lo ha permitido", "hay que aceptar su santísima voluntad...", "se ve que ya había completado su carrera, después de hacer tanto bien..." ¡Fuera! Echar a latigazos a esos mercaderes que nos ofrecen idolillos canijos del dios que "se lleva siempre a los mejores...", del dios de "los inescrutables designios", del dios que decidió ayer, con el pulgar hacia abajo como Nerón, la muerte de Mirentxu.

Expulsar a la calle, sin contemplaciones, a todos los que intenten  profanar nuestro templo y ocupar con palabras huecas como globos hinchados, el espacio vacío de una ausencia que nos hace daño. Porque ese dios con el que pretenden consolarnos no tiene nada que ver con el de Jesús.

Y por eso, abrirle la puerta solamente a él, deshecho también por la muerte de su amigo Lázaro. A ese Jesús que también preguntaba "por qué", que se atrevió a decir que no quería morir y que gritó: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?   Dejarle entrar, y sentarse junto nosotros, y llorar porque Mirentxu ya no está a nuestro lado y porque no está dormida sino muerta.

Aceptar su silencio, tan impotente como el nuestro y también sus lágrimas. Apoyar la cabeza sobre su hombro y hablarle de ella, y de cuánto la queríamos, y del hueco que nos deja. Dejar que su presencia vaya dándonos seguridad y amansándonos la rebeldía, no el dolor. Consentir que, tímidamente, se nos vaya encendiendo en medio de la oscuridad la llamita de una fe vacilante; escuchar su voz que nos asegura que Mirentxu está en buenas manos. Pedir a Jesús que ponga la roca de su propia fe debajo de nuestros pies, que nos deje apoyarnos en la confianza inquebrantable que él tenía en aquél a quien llamaba Abba, Padre.

Confesarle que aborrecemos las calcomanías de colores chillones que nos presentan un cielo lleno de ángeles tocando el arpa y personajes vestidos de blanco y palmas en las manos, como en un interminable domingo de Ramos y sin más aliciente que la visión beatífica. Escucharle recordarnos que él de lo que habló fue de un hogar caliente con sitio para todos, de una mesa abierta en la que habrá buena comida y vinos de solera, de un Dios que enjugará las lágrimas de todos los rostros y lavará los pies de sus hijos, llenos de polvo del camino. Y que no tiene la culpa de que luego vengan algunos teólogos y lo compliquen todo.

Quedamos con él y entre nosotros en que lo de Mirentxu no se va a acabar aquí: que vamos a seguir cuidando el tejido relacional que ella ha dejado a medias, y que cada uno va a encargarse de recordar a los otros que ella nos sigue animando en una tarea en la que queda mucho por hacer. Son las 12 de la noche y cierran la sala donde estamos. Fuera ha descargado una tormenta y huele a asfalto mojado. Nos abrazamos fuerte y nos miramos sin decirnos más que "Hasta mañana".

Pero cada uno de nosotros ha vuelto a encontrar, como tantas veces nos ocurría al estar junto a Mirentxu, la certeza de que la muerte no tiene la última palabra y de que la Vida es siempre más fuerte



DESDE LA MONOTONIA

"- Con esta es la décima vez que os explico en este mes que que en el verbo "hacer", la a que va delante del infinitivo es preposición y no lleva h, pero si va delante de participio sí la lleva porque es la forma compuesta del verbo: o sea que no es lo mismo "voy a hacer" que "él ha hecho"..." Treinta y dos caras de chavales miran la pizarra sin verla, mucho más interesados en las Spice Girls, los problemas de su acné o el fútbol que en los arbitrarios caprichos de distribución de la H. Aborrezco dar clase los viernes por la tarde.

"-Paco, me va a poner tres rodajas de pescadilla y cuarto y mitad de boquerones. Y me los limpias, por favor. "Diez minutos más de cola en la pescadería y aún me queda la de Dionisio, el pollero, que nunca tiene prisa y siempre pregunta a la que le toca: "-¿Qué te pongo, bonita?"; y luego la de la frutería barata, que está como siempre a tope. Cada viernes por la tarde, lo mismo.

"Y entonces fue mi sobrino y le dijo al médico:"-Oiga dostor ¿y cree Vd. que voy a quedar bien de la operación de juanetes?" La hermana Aurelia tiene el don de ponerme irracionalmente frenética (será que es viernes por la tarde), no sólo porque dice dostor y es inútil intentar que lo pronuncie bien, sino porque no soporto escucharle, una vez más, la historia de los juanetes de su sobrino.

¿Será que es esto lo que la vida da de sí? ¿O tendré yo alguna neurosis oculta que me hace tan aburrida la monotonía de lo cotidiano y me la convierte en una penitencia? Porque a veces me imagino el purgatorio como una banda sonora en que se oye mi voz explicando, sin interrupción, las reglas de la H; a Dionisio el pollero repitiendo como una cacatúa amaestrada: "¿Qué te pongo, bonita? ¿Qué te pongo, bonita?", y al sobrino de la hermana Aurelia, tan inasequible al desaliento como su tía, haciéndole al dostor la trascendental pregunta acerca del porvenir de sus juanetes.

Albergo la sospecha de que el problema del rechazo al peso de lo cotidiano está en mí y no en todo eso que me produce tanto tedio; pero hay días, y hoy es uno de ellos, en que me hundo en la miseria al verme tan incapaz de mirar lo que me rodea sin encontrarlo desteñido, amorfo, repetitivo y sin rastro de novedad.

Ahora y aquí.  Abro el evangelio y voy a parar a la curación del ciego Bartimeo (Mc 10,42-56). Me siento yo también en la cuneta, consciente de que estoy tan ciega como él, y me pongo primero a susurrar y luego a gritar: "Jesús, ¡ten compasión de mí...!"

Sigo leyendo: "Llamaron al ciego diciendo:-¡Ten ánimo! ¡Levántate! Te llama..." (Mi deformación lingüística me hace fijarme, de entrada, en que el ciego escuchó dos imperativos muy fuertes y muy desestabilizadores, pero que descansaban sobre un indicativo glorioso: "te llama". Ahí debió estar para Bartimeo la fuerza secreta que le hizo soltar el viejo manto de su vieja mentalidad y dar un brinco para ir al encuentro de Jesús.)

Decido dejarme atraer por la fuerza de esa llamada y me acerco a él. Me paro delante del Maestro con mi mirada cegata y trato de exponerme, con todas mis zonas de sombra y las escamas de mis ojos, ante una mirada que no me juzga con severidad ni me hace reproches, sino que me envuelve en una ternura cálida, como la del sol en una mañana de verano.

Estoy ahí callada y sin prisa, dejándome mirar, con cierto temor en el fondo a resultarle pesada y reincidente con mis problemas, como me pasa a mí con la gente. Le digo que atienda primero a Bartimeo que al fin y al cabo estaba antes que yo, pero sobre todo porque me parece que mi caso es más complicado y le va a llevar más tiempo.

Nos sentamos al borde de la cuneta y me pide que le hable de los chavales de mi clase. Llevo con ellos tres años y me conozco bien la problemática de cada familia y la situación conflictiva del barrio. Al nombrarle a cada uno me doy cuenta de cuánto los quiero y cuánto me importan, y me ocurre algo parecido al hablarle después de la comunidad: de lo que siento que me aportan, del camino de Evangelio que intuyo en cada una, de los vínculos que nos unen, más allá de las tensiones y las dificultades de la convivencia, del proyecto común que llevamos entre manos...

Y él me habla de sus años en Nazaret y del misterio de que siendo las horas y las semanas y los años tan iguales, había una novedad escondida en lo que iba descubriendo cada día: lo que el rabino le leía de los profetas en la sinagoga; el campo, tan distinto en otoño, en invierno o en primavera; la sorpresa de que un mismo salmo le resonara diferente si era su madre o José quien lo rezaba; el crecer de los niños del pueblo y el envejecer de los ancianos... Y también el deseo creciente de decirle a la gente más hundida que el reino de Dios está ya dentro de cada uno, y la alegría de darse cuenta de que cada día le iba creciendo la afinidad con el Padre del cielo.

 Me viene a la memoria, de pronto, una frase del cántico de Zacarías: "por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visita el sol que nace de lo alto..." y siento que también a mí me está visitando el sol, y que está colándose por las rendijas del cuarto oscuro donde se agazapan mis ansiedades y mis harturas.

Sé que, como Bartimeo, no tengo otro modo de recobrar la vista que éste de dejarme iluminar por las palabras de Jesús y su presencia; pero pienso que a mí no se me van a curar los ojos de repente, sino poco a poco, y con paciencia, y recibiendo humildemente, como si fuera el pan, la luz de cada día.

Y que tengo que ir aprendiendo pacientemente a acoger la presencia del Reino escondido en lo cotidiano, y asombrarme de que ese amor que está en mí y que no me pertenece pero me habita, me vaya haciendo capaz de descubrir la novedad de cada persona y de cada cosa. Para este viernes por la tarde ya tengo la luz que necesito y, de momento, voy a ponerme a discurrir alguna manera nueva de explicar las reglas de la H.

Quizá y como práctica cuaresmal de este año, le pida a la hermana Aurelia que invite un día a merendar a su sobrino y así poder evaluar, en vivo y en directo, los resultados de la intervención del dostor, no sea que también yo tenga que operarme un día de juanetes.

De todas maneras, he tomado una decisión en la que pienso ser inflexible: a partir del próximo viernes voy a comprar el pollo en el puesto de "Aves Gómez" donde, además de despachar muy deprisa, te saludan diciendo: "Vd.me dirá en qué puedo servirle, guapa..."



DESDE LA GRACIA Y LA DES-GRACIA

"Yo nací un día que Dios estuvo enfermo, grave." (César Vallejo)

Al salir del geriátrico de visitar a una anciana demenciada con la que tengo un parentesco lejano, estoy por darle la razón a César Vallejo. Porque lo que vengo de ver me ha dejado los ánimos por los suelos y el corazón lleno de agobio: he visto a personas que no es que van envejeciendo, sino que se desploman mientras la vida los va deshabitando.

Pero me doy cuenta de que mi malestar desborda la situación concreta de este aparcamiento para viejos: siento una especie de opresión en el pecho y una especie de marea negra que me va invadiendo. Noto que, de repente, se me ha esfumado toda la ilusión que tenía por la vacaciones que empiezo pasado mañana con dos amigas (después de ahorrar durante años, por fin vamos a poder realizar el sueño de ir a Grecia y recorrer las islas de Egeo).

Estoy en un momento de plenitud de mi vida: trabajo en lo que me gusta, me siento querida y vinculada con mucha gente y  estoy metida de lleno en aprendizajes vitales que me dinamizan y me ayudan a disfrutar de la existencia. Y además he empezado un proceso de profundización creyente que me está haciendo encontrar a Dios en lo más hondo de mí misma, dándome una sensación nueva de armonía y serenidad.

Pero en este momento ni serenidad, ni plenitud, ni armonía: más bien caos y desconcierto.  Se ve que mis avances deben ser muy frágiles porque esta tarde se me está descolocando todo. Hasta la fe. La siento como un torreón que parecía fuerte pero que ahora está asediado por un ejército de dudas y preguntas y deja ver la debilidad de sus cimientos y las brechas de sus muros. Y casi lo de menos es lo que he visto esta tarde: lo peor es el aluvión de recuerdos, datos e imágenes que se han desencadenado en mi conciencia; como si, al entreabrir mi puerta  para dejar entrar a alguien que sufre, estuvieran aprovechando para irrumpir en mí no sólo tristes imágenes de geriátricos o psiquiátricos, sino las de esas multitudes heridas y empobrecidas del mundo, todas esas situaciones que prefiero habitualmente relegar a zonas de olvido, con el pretexto de que yo no puedo solucionar nada y de que se trata de problemas mundiales que me desbordan.

Así que aquí estoy, en plena calle y en víspera de mis vacaciones, viendo desfilar por mi imaginación los rostros de los niños de aquel siniestro orfanato de China, los de los mendigos que piden en los vagones del metro, caravanas de gente famélica en África y de indígenas expulsados de sus tierras y la foto de premio Pulitzer de aquel buitre acercándose a una niña etíope moribunda.

Y Dios ausente de todo ese dolor (lucho con la tentación de hacerle responsable…). Y su presencia, tan compañera de mis días, en paradero desconocido cuando más falta me hace. Y todas las explicaciones sobre el mal que leí en el libro que me recomendó un cura amigo y en el que  todo estaba clarísimo, absolutamente inservibles. Sólo un peso a agobiante del sin sentido de la vida humana, mientras yo estoy con las maletas hechas para escapar de su amenaza refugiándome en Corfú.

Ahora y aquí. Entro en una iglesia que me pilla de camino, milagrosamente abierta y me siento en el último banco con la cabeza entre las manos. Lo primero que se me ocurre es que Dios va a pedirme que renuncie al viaje a Grecia (en realidad lo doy ya por perdido...), que dé el dinero a Manos Unidas y posiblemente que me vaya de voluntaria durante las vacaciones a algún campo de refugiados del Zaire.

Pues no, ni eso. Sólo silencio, y ausencia, y un muro de granito detrás del que debe estar un Dios que se ha vuelto amnésico y hermético.

Salgo peor de lo que entré y me vuelvo a casa porque entre otras cosas, y más allá de problemas metafísicos, tendré que llamar a mis amigas y a la agencia con el bombazo de que anulo el viaje. Me derrumbo en el sillón junto a la mesita del teléfono, donde dejé el libro de Vallejo y vuelvo a abrirlo de manera mecánica, como para retrasar la decisión de las llamadas:

"Y Dios sobresaltado nos oprime el pulso, grave, mudo, y como padre a su pequeña,

apenas, pero apenas, entreabre los sangrientos algodones y entre sus dedos toma la esperanza."

Lo cierro y me quedo en silencio, sobrecogida. Dejo pasar mucho tiempo. Se está haciendo de noche y me sorprendo al contactar en mi interior con una sensación de infinito asombro. Porque muy lentamente, me voy dando cuenta de que mi imagen de Dios se me está "deslocalizando", se está retirando de los espacios donde yo lo tenía fijado para emerger, misteriosamente, en ese mundo subhumano que me provoca temor y rechazo, en medio de esas situaciones donde me parecía abolida la esperanza.

Y desde ahí me invita a no huir de los infiernos del sufrimiento cotidiano de la gente, sino a descender con él, que los ha conocido y vencido desde dentro. A no pretender acallar mis preguntas a fuerza de razonamientos ni evasiones, sino a cargar pacientemente con ellas y a tratar de buscar un nuevo alojamiento para mi fe que no sea la tranquilidad de un optimismo ignorante, sino la inquieta certeza que abre la esperanza. Una esperanza "que nace en medio de la aflicción, esperanza humedecida por las lágrimas y por la sangre, pero no por eso menos real y vital. Dios enfermo, ausente y sordo, y a la vez Dios enfermero, interesado y tierno."[19][2]

Empiezan a bullirme por dentro cosas en las que tiene que  cambiar en mi vida: valores a jerarquizar (¿com-pasión por encima de búsqueda de armonía personal?); determinaciones que tomar (¿dónde y con quiénes reemprender mi búsqueda de ese Dios que no se agota en mi interioridad?); lugares nuevos que frecuentar (¿no habrá "infiernos", más cercanos a mí de lo que creía, a los que comenzar a aproximarme?); recursos personales (¿tiempo, saberes, proyectos, entrañas...?) que puedan servirle a Dios de "dedos" que hagan llegar esperanza a tantas heridas...

Toda yo soy un volcán de inquietud y de interrogantes. Pero, increíblemente, en este momento, y aunque supongo que la decisión es ambigua, siento que tengo que irme con mis amigas a Grecia y disfrutar allí con toda el alma.

Porque intuyo que este Dios de rostro nuevo que hoy me visita, es también el Dios de la alegría humana y de la fiesta, el del Cantar de los cantares y la danza a la orilla del mar; el de la esplendidez de vino en Caná y el derroche de pan en el desierto. No es sólo el Dios de los límites, es también el Dios de aquellos momentos de plenitud en los que a veces experimentamos, como en un anticipo de lo definitivo, la dicha prometida a los hijos, cuando el último enemigo vencido sea la muerte y ya no haya llanto, ni luto, ni gemido.

Y eso, al menos por esta vez, necesito celebrarlo con él desde Corfú.



Notas

[20][1] Un consejo: cómprate un Evangelio pequeño y un librito de Salmos que no pesen ni abulten para poder llevar al menos uno de los dos siempre contigo.

[21][2]GUSTAVO GUTIERREZ, "Lenguaje Teológico: plenitud del silencio, Páginas 137 Feb.1996, 67.









Notas al final del tema (pág. 4).






















Notas al final.



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